viernes, 7 de marzo de 2014

Los saberes y los medios de producción

En el texto anterior habíamos propuesto una triple función mediadora por parte de los arquitectos (que con las debidas adaptaciones puede predicarse de muchos profesionales universitarios):
1) Entre conocimientos específicos (teoría) y construcción del espacio habitable
(práctica).
2) Entre objetivos particulares del promotor y el interés general tutelado por el Estado.
3) Entre necesidades de la gente, en cuanto el habitar, y los espacios adecuados a ello.
Las tres mediaciones se remiten y refuerzan entre ellas, legitimando el poder de nuestra
profesión y constituyéndonos como expertos frente a los demás miembros de la sociedad,
con un poder cierto sobre aspectos importantes de su vida. Éso ha durado mientras: 1) los
saberes de los arquitectos, adquiridos a lo largo de una prolongada formación estuvieran
fuera del alcance de otros agentes; 2) hubiera una institución que velara, al menos
nominalmente, por su correcto ejercicio por parte de profesionales con títulos debidamente
homologados; y 3) los arquitectos fueran capaces de enunciar la constelación de conceptos
asociados al término habitar, de modo que tuvieran sentido para la mayoría de la población.
Pero esto está acabando, y ahora lo veremos referido a la primera de estas funciones de
mediación, la relativa a los saberes. Ahora expondré algunas ideas generales y en una
segunda entrega lo concerniente a la arquitectura.
El proceso que ahora nos alcanza es parte de una larga evolución que empezó con la
introducción de maquinaria en las labores más sencillas y con gasto intenso de energía. En
tareas menos simples la segmentación del trabajo de los obreros en operaciones
elementales, de tipo meramente reproductivo, facilitó su sustitución por nuevos
mecanismos. La automatización de áreas de producción cada vez más complejas permitió
prescindir de los operarios especializados con elevados sueldos, así como una implacable
competencia a los artesanos que acarreó su destrucción económica y social. Todo ello
culmina a finales del siglo XIX cuando F. W. Taylor propone su exhaustiva sistematización
mediante la observación y replicación de las destrezas de los operarios, que así se se
convierten en colaboradores involuntarios de su propia ruina. El resultado fue el
estrechamiento de los márgenes de discrecionalidad de los obreros y la consiguiente
marginación de la creatividad autónoma. En cualquier caso una pérdida inconmensurable,
ya denunciada desde mediados de dicho siglo por gente como J. Ruskin y W. Morris.
El caso es que la creatividad, aparte de suponer un regalo para sus destinatarios, es una
garantía de autonomía personal, tanto laboral, por detentar una capacidad no capturable
por un poder externo, como subjetiva (dando sentido a la propia vida, pues el regalo
también se lo hace uno a sí mismo). Pero la creatividad exige ciertas condiciones no
subjetivas para desplegarse, que en su mayor parte no controlan los individuos.
El capitalismo surge como encuentro de dos sujetos sociales: los trabajadores, que solo
tienen sus capacidades personales de trabajo, y los empresarios, dueños de los medios de
producción (máquinas, instalaciones y edificios). Esta desigual situación se explica
parcialmente por la llamada acumulación originaria: una desposesión, a menudo violenta,
de los recursos de los artesanos y los agricultores, en que fue decisivo el cercamiento de los
campos. Y que sigue dándose especialmente en épocas de crisis, cuando se compran a precio
de saldo cantidad de bienes, empresas y títulos que han sufrido fuertes devaluaciones.
Desde el momento en que los conocimientos, las habilidades, el saber hacer son objetivados,
pueden ser reproducidos y acumulados por agentes diferentes a sus poseedores originarios
(aunque estos no los pierden). Por eso es posible considerarlos como un medio de
producción, el más íntimo y preciado de los trabajadores, aunque de una condición diferente
a los demás instrumentos. Ya no puede hablarse de desposesión, sino de transferencia de
valiosa información que se recodifica para formar parte de los diseños técnicos que
posibilitan la fabricación de los medios de producción convencionales.
Entre los beneficiarios de este proceso de formación de nuevos saberes, en parte gracias al
proceso brevemente expuesto, han estado los profesionales superiores, sobre todo los
técnicos, que han ido diseñando y poniendo en práctica los mecanismos sustitutorios del
trabajo humano. Su trabajo «whitecollar
» se realiza en un nivel (que responde a la pregunta
¿cómo se hace?) situado por encima de la producción física (¿qué se hace?). Ahora esta
onda también les afecta, resultando que sus prácticas están siendo acotadas, codificadas,
protocolizadas, homologadas, en gran medida por ellos mismos, lo que hace posible que su
oficio pueda ser controlado desde fuera. A destacar que la acelerada fragmentación en
especialidades con sus correspondientes títulos facilita extraordinariamente el sometimiento
de los profesionales (por encapsulamiento social), y al mismo tiempo socava la consistencia
interna de las disciplinas afectadas (por ensimismamiento y olvido de las referencias
contextuales que dotan de sentido epistémico a cualquier disciplina).
Y finalmente llega a la Universidad, cuando la investigación, la actividad que para cada
profesión supone la producción y reproducción de su propia disciplina, empieza a estar
sometida a la misma presión normalizadora y es puesta al servicio de finalidades que
dictamina la economía empresarial.
Al tener los trabajos de investigación un valor añadido muy superior a los de rango inferior
(según la regla del Notario las actividades con mayor valor añadido son las que menos
energía consumen: los honorarios del notario son desproporcionados en relación con los del
albañil... o del arquitecto1), es decir respecto la rutina profesional de la aplicación práctica
de los saberes, es máximo el interés de las empresas en captarlos mediante las patentes. En
este proceso se corre el riesgo de que la Universidad ponga los medios humanos y
materiales, y que los resultados sean transferidos a las empresas, que hacen de ese bien
común producido socialmente una mercancía monopolizada.
Podemos distinguir tres órdenes de cierres (o cercamientos) cuando los saberes tecnológicos
están directamente bajo el control del capital, herederos de lo que detentaban en exclusiva
los cuerpos profesionales hasta hace algunos años: el cierre jurídico de las patentes y
derechos de propiedad intelectual, ya casi en su totalidad controlados por empresas y no por
sus inventores; el cierre epistémico, relacionado con el tipo de conocimientos que son
precisos para la producción y utilización de cada tecnología; y el cierre operacional, que
determina lo que es posible hacer con los instrumentos y medios de producción, y que con la
informática, se puede convertir en una tiranía sobre los mismos procesos productivos.
Así como la generalización de las máquinas energéticas no es un dato menor respecto la
desaparición del control de los operarios sobre su propio trabajo en nuestro contexto
histórico, cabe preguntar si la irrupción de las máquinas informacionales contribuyen al
mismo proceso en las profesiones superiores. La respuesta es ambigua y compleja. Por
referirnos a una de las cuestiones: por una parte los equipos informáticos son mucho más
accesibles que las herramientas clásicas; pero a la vez han contribuido a que los ritmos
primarios (realización de un trabajo particular) y secundarios (innovación tecnológica) se
hayan acelerado increíblemente, imponiendo elevados estrés a todo trabajador por muy
autónomo que sea. La razón de esto se llama competitividad y dilucidarlo será tema a tratar
en un futuro próximo, cuando hablemos de la tecnología que está en el corazón del otro
saber, el que corresponde al capital (del que este texto también ha hablado, aunque sin
decirlo explícitamente), siendo su objeto, precisamente, la intermediación social.

Málaga, 13 de diciembre de 2013, Eduardo Serrano
traducción de Alicia Carrió
1 En http://crisisplanetaria.blogspot.com.es/2010/04/laregladelnotar

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